Qué mal llevan algunos que se les contraríe. Desde luego hay que tener
mucho cuidado cuando se hace oposición. Milenios llevo pagando mi indisciplina
y, de verdad, no fue para tanto.
Sigo pensando que mi rebeldía estaba fundamentada. Tanta norma y orden
estrictos me pareció excesivo. Yo solo quería algo más de relax y un poco de
diversión.
Soberbia dijeron que era mi pecado, y mi manera de actuar, orgullo y
prepotencia. Que si me creía el amo, que si era un envidioso. Las altas esferas
me denigraron y me rebajaron a lo execrable. De hecho, ahora encarno el mal.
Peor que yo, nada ni nadie.
El asunto empezó cuando me postulé para un ascenso. Le propuse al jefe
que me situara a su derecha y que me consultara cuando fuera a crear o
dictaminar algo relacionado con el orbe y su funcionamiento, porque para algo
me llamaba Lucifer, «portador de luz»: eso es lo que yo pretendía, aportar luz
y esplendor. ¡Cómo se enfadó! Se puso hecho una furia. Empezó a lanzar rayos y
truenos. Claro que yo también me alteré, primero porque no es soberbia querer
prosperar, y segundo, porque quien no acepta consejos ese es el soberbio. Total,
que no solo no me ascendió, sino que me despidió expulsándome del cielo.
Me sentó mal, las cosas como son, pero tampoco me importó demasiado. El
cielo es muy aburrido y, además, el color blanco, muy soso; es mucho más
elegante el negro. Eso sí, desde entonces no he recibido más que insultos, que
digo yo que eso tampoco es muy caritativo, tanto que presumen de bondad allá
arriba.
Fue tal el empeño en desprestigiarme que hasta el nombre me quitaron,
ahora soy Satán, o Satanás, que significa «adversario». El apelativo no está
mal, aunque a mí me hubiera gustado más «opositor», así me veo yo. Eso de que
todos piensen igual, también es muy tedioso.
A veces, ni me nombran, sencillamente soy «el diablo». Y eso también me
agrada porque si alguien dice «ángel» hay que especificar para diferenciar
entre el ejército de adláteres de Dios, en cambio, si se dice «diablo» se
refiere única y exclusivamente a mí. He ganado protagonismo, y que conste que Él,
el de arriba, es quien me lo ha dado y eso que se quejaba de que yo era un egocéntrico.
Sigo pensando que fue un error expulsarme del organigrama celestial. A
los humanos les infundo pavor (un miedo interesadamente incentivado por quienes
quieren denigrarme para justificar mi despido), pero, lo cierto, es que les
habría ido mucho mejor si hubiera estado a la derecha de Dios, para aconsejarle
y evitar algunas salidas de tono cuando pierde los papeles: el jefe, al
enfadarse, también tiene lo suyo, y si no que se lo pregunten a los de Egipto
cuando les mandó las diez plagas.
Reconozco que a mí también me va la marcha, pero tengo otra visión muy
diferente sobre qué es castigar.
Yo, por ejemplo, prefiero ofrecer tentaciones: sexo, gula, desenfreno. Quien
acepta mi ofrecimiento se condena y no podrá ir al cielo, pero ¿y lo bien que
se lo pasa mientras? Eso hay que tenerlo en cuenta.
Además, el cielo está sobrevalorado. A mí tampoco se me permite ir allí,
pero ya estuve en él y puedo comparar. Ahora no tengo normas ni control. Es muy
cómodo. Dispongo de absoluta libertad, hago lo que quiero y me da igual si
alguien se ve perjudicado por mis acciones. Además, es muy fácil conseguir
adeptos, apenas me tengo que esforzar, en cambio, mi oponente cada día pierde
seguidores y es lógico, no pueden pecar y así la vida es muy aburrida.
Puedo estar en muchos sitios a la vez, una capacidad estupenda que no me
fue retirada al castigarme y que me encanta. Uno de los lugares que más
frecuento se halla en un parque de Madrid, allí se ubica una estatua en mi
honor. Son pocos los escultores que se han atrevido a representarme, pero ésta,
además, me muestra al natural. Normalmente me encarnan con cuernos, ojos de
loco, una barba ridícula de chivo y pezuñas de cabra: un espanto. Sin embargo, en
esa escultura estoy muy guapo, como yo soy (podría disculparme por la
inmodestia, pero no lo haré porque esta es otra prerrogativa de ser el diablo).
Es cierto que la postura en la que estoy es algo incómoda, pero ya me he
acostumbrado.
Cuando por allí me quedo observo a los viandantes y las múltiples actividades que se desarrollan en la plazuela donde está mi escultura. Los viernes se ponen a hacer taichí unos ancianos patéticos que me hacen carcajear con sus poses pseudo orientales (¿de verdad se creen que eso que hacen es taichí?). Los sábados viene un grupo de patinadores principiantes, es divertidísimo ver los esfuerzos que hacen por mantener el equilibrio y no caerse: hace dos semanas, uno se estampó contra un árbol, se rompió varios huesos y se lo llevaron en ambulancia, fue para partirse de la risa. Los domingos acude a bailar rumba un nutrido grupo de mujeres que, más que bailar, lo que hacen es echarle los tejos al monitor, un mulato todo músculo y que sabe menear el trasero de maravilla; uno de esos domingos, en cinco minutos, conseguí desatar la lujuria en todas las participantes, incluidas dos septuagenarias que ya se habían olvidado de lo que significa un orgasmo. Me lo paso fenomenal.
Creo que, a Dios, castigándome, le salió mal la jugada porque ahora es
cuando tengo lo que yo quería. Viendo cómo me va, no fue para tanto.